A 50 años de “La Balsa”, el mito de los orígenes del rock argentino
Hace cincuenta años, el rock argentino comenzaba a dar sus primeras señales de vida: salía a la luz un single que tenía la particularidad de recrear la novedosa música beat pero en castellano.
Hace cincuenta años, el rock argentino comenzaba a dar sus primeras señales de vida: salía a la luz un single que tenía la particularidad de recrear la novedosa música beat pero en castellano. Se trató de un fenómeno fundamental para la música popular iberoamericana. Sin embargo, su importancia no se agota allí en absoluto.
El nacimiento de una cultura juvenil contestataria
A mediados de la década del ’60, los primeros rockeros argentinos construyeron sus prácticas en oposición a otras formas de culturas juveniles impuestas desde la industria cultural, como las que encarnaba El Club del Clan de Palito Ortega y Violeta Rivas, entre otros. En ese sentido, no participar de la maquinaria comercial y permanecer auténticos era fundamental para “pertenecer” al movimiento que estos rockeros estaban creando.
La apelación a esa noción de autenticidad sirvió también a la creación del sujeto de la poética rockera: un “yo libre” que no se sometería a las convenciones de la vida ordinaria. Tras el golpe de Estado de 1966 liderado por Onganía, sin embargo, los jóvenes padecerían las prácticas específicas que remarcaban la faceta militarista que caracterizaba la escuela en aquellos años.
Por su parte, el servicio militar colaboraba fuertemente, alimentando el descontento y sensibilizando a los jóvenes sobre el ejercicio del autoritarismo: ambas instituciones promovían el respeto a las jerarquías y un sentido de respetabilidad vinculado a la higiene y la presentación corporal. El resultado del pasaje por la escuela y la conscripción no era otro que el disciplinamiento en función de los valores y normas sociales conservadores.
El oficinista, la contra-figura del rockero
Antes que entregarse a una vida gris, teñida de consumismo y rutinas, de sumisión y largas jornadas laborales, tal y como vivían sus vidas los adultos, estos jóvenes que crearon la cultura rock en la Argentina reivindicaban ser “pibes” para siempre, abrazando la espontaneidad y autenticidad que los caracterizaba. Para los rockeros, náufragos de plazas, antros y avenidas nocturnas, la (contra) figura del oficinista evocaba un destino como el de muchos de sus padres.
Pero no solamente era esta cuestión que los aglutinaba: tanto sus gustos musicales como una estética emblematizada por el pelo largo, les permitía reconocerse y crear, simbólicamente, lazos fraternales. Resistiendo los embates y persecuciones por parte de las fuerzas del orden, las “fraternidades de pelilargos” se apropiaban de plazas y esquinas.
Acusados de vagancia y alteración del orden público, una gran cantidad de jóvenes nutrieron los calabozos del centro porteño y de barrios como Paternal y Villa Pueyrredón, al igual que en las ciudades de Córdoba y Mendoza. Sin embargo, estas reacciones represivas dotaron de coherencia interna a los hippies argentinos, y manifiestan la forma en que el antiautoritarismo se solidificó como el elemento ideológico más saliente de un movimiento rockero que se expandía.
Escuchar música, un acto de liberación
Desde comienzos de la década del ‘60, el (no tan) simple hecho de escuchar canciones distintas a las que elegían los adultos –incluso criticadas muchas veces por ellos– había representado una forma de distinguirse y distanciarse de los gustos, valores y prácticas impuestos por la costumbre social.
De esa manera, aquellos intrépidos y ansiosos jóvenes no veían el momento de juntarse en grupo en el cuarto de algún afortunado que tuviera un Winco para escuchar, prestando toda la atención posible y sin parar, los discos de los artistas de rock foráneos. Los vinilos, pues, supieron ser una llave hacia ese nuevo mundo, una educación musical colectiva ocurrida en esas ceremonias secretas.
En ese contexto tan particular que atravesó los fundamentos de la naciente cultura rock local, los primeros jóvenes rockeros naufragaban por la ciudad, alimentados exclusivamente de charlas, guitarras y canciones. Para su suerte, lograron construir “La Balsa”, compuesta por Tanguito y Litto Nebbia y grabada por el cuarteto Los Gatos, que se convertía entonces en el primer himno de los rockeros locales.
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