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Viajar a Paris a través de estos 5 libros

Solo una semana para verlo todo: desde Sacre Coeur hasta la Ópera Garnier. Recorrer el Louvre, caminar por el borde del Sena y enamorarse en el Pont Neuf como los personajes de Leos Carax.

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Solo una semana para verlo todo: desde Sacre Coeur hasta la Ópera Garnier. Recorrer el Louvre, caminar por el borde del Sena y enamorarse en el Pont Neuf como los personajes de Leos Carax. Hacer una parada para tomar un café en Les Deux Magots, visitar Shakespeare and Company, tomar la foto ridícula con la Torre Eiffel entre el pulgar y el anular.
Ser turista es clisé, todo lo que hace un turista es clisé, hay que camuflarse para no quedar como un viajero más. Entonces mejor una boina obligada, esconder la panza, almorzar una baguette con queso camembert y cargar la mochila. En el apuro, esa mochila puede caer al suelo con todo su contenido. Todo, incluso los cinco libros que todo turista debe leer mientras recorre París:

París era una fiesta, de Ernest Hemingway

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Imposible saber si se habla de París o de un recuerdo casi mítico de la juventud perdida. En los años 20, los sobrevivientes de la Primera Guerra se pretendían inmortales. A veces me pregunto si ese hombre con poco dinero pero feliz, no era una gran construcción imaginaria. Es frecuente que nos parezcan fabulosos tiempos que no lo fueron, solo porque serían felices para la persona que somos hoy. “Pero París era una muy vieja ciudad y nosotros éramos jóvenes”, contesta Hemingway desde las páginas.

Los domingos de un burgués en París, de Guy de Maupassant

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No sé si Maupassant era buen o mal tipo. No sé si era correcto que fuera tan mordaz y directo. Tampoco puedo asegurar si era una postura sólida o un montaje escénico lo que lo llevó a rechazar la Legión de Honor. Lo cierto es que fue un salvaje observador de la Francia decimonónica. Desde estos relatos, el tal Patissot intenta sobrevivir a la novísima modalidad del domingo de franco cuando no estaba Morrissey para compartir la incertidumbre. ¿Y qué podría hacer un burócrata en su día libre? Nada del otro mundo, tal vez perderse en Versalles o ir, con total descaro, a tocar la puerta de Emile Zola.

La inmaculada concepción, de André Breton y Paul Eluard

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¿En qué otra ciudad del mundo se puede leer poesía con tanta libertad como en París? ¿Cómo podría uno irse de allí sin recitar al menos un poema surrealista? A la deriva, sin reflexión. Permitiendo que el mismo automatismo con el que fue creado, nos atraviese: “Las aves-fénix vienen a traerme mi alimento de gusanos brillantes”. El poema repta la marea del inconsciente como un precioso monstruo marino. Como un monstruo parisino.

La náusea, de Jean Paul Sartre

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Existencialismo a la enésima potencia. El hombre reflexionando sobre el hombre. Angustiante a veces, o mejor dicho siempre. Por lo menos Sartre no era hincha de Racing como Camus, dirán algunos. Claro, no se permitía al Dios de los cielos ni el fanatismo del mundo. Aquí, Antoine Roquentin nos desnuda su vacío en un tiempo que parece prolongarse como una goma pegajosa y elástica. “Necesito que existas y que no cambies. Eres como ese metro de platino que se conserva en alguna parte, en París o en los alrededores. No creo que nadie haya tenido nunca deseos de verlo.” Ese París, el de la Oficina de Pesos y Medidas, es también el que refiere como el de los aperitivos, las caras nuevas, la costura, las escuelas y el café muy cargado.

Las partículas elementales, de Michel Houellebecq

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Retrato de los herederos de quienes pretendieron cambiar el mundo, de los jóvenes del mayo francés del 68. Para ser honestos, uno podría leer cualquier novela de Houellebecq como panorámica del desencanto que flota en la intelectualidad francesa del siglo XXI. En ese contexto, los hermanos Bruno y Michel son casi la deformación residual de los sueños incumplidos. Es todo tan decadente que es hasta obvio que sobra el deseo. Es que Houellebecq, con su histrionismo e ironía replicados por los medios digitales, nunca evita recordarnos que: “los centros de vanguardia ya no están más en París y los vinos franceses están sobrevaluados”.
Afuera quedaron Fitzgerald y Zelda, las malditas flores de Baudelaire y hasta algún texto breve de Foucault. Vienen en otro equipaje. En fin, es hora de acomodar los libros, comprar una croissant y sacarse una pic con las gárgolas mientras la música de Moodoïd nos persigue como la sombra del jorobado en las cercanías de Notre Dame.
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